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El ritual sagrado, cuento

El ritual sagrado, cuento

EL RITUAL SAGRADO

Jorge Gago Chao

 

Cuenta una antiquísima leyenda celta que los druidas realizaban un ritual mágico en el bosque sagrado e invocaban a los espíritus de la naturaleza al nacer un nuevo integrante de una tribu. Plantaban la semilla germinada de un roble en un lugar concienzudamente meditado. Colocaban a la parturienta vestida de blanco sobre el agujero que serviría de hogar a la semilla. Al parir, los líquidos del parto regaban la tierra mientras el jefe druida cortaba el cordón umbilical. El resto del poblado les rodeaba. Formados en círculo entonaban cánticos en honor a la madre naturaleza. El bebé era zarandeado de druida en druida para eliminar las fuerzas oscuras que pudieran acosarle. Mientras el jefe de la tribu introducía los restos de placenta en el agujero para abonar su interior. Al finalizar el ritual; los cánticos elevaban su tono a un nivel atronador, a la vez que el druida supremo introducía el bulbo germinado en el fondo del pequeño foso. El resto de druidas echaban tierra hasta cubrirlo en su totalidad. A partir de ese momento el espíritu del bebé y el del roble quedaban unidos para siempre. En base al crecimiento del árbol, los druidas podían predecir el futuro del nacido durante el ritual sagrado.

            Cuenta ésta historia que en una localidad gallega existe uno de los robles más antiguos de Europa. El llamado roble de San Antonio; donde una niña ciega pasa sus horas pegada a su enorme tronco, entonando canciones que nadie conoce y recitando historias que le han sido trasmitidas a su vez por su abuela María. El árbol es inmenso, espeso en ramas y atacado por temporadas por el muérdago invasor. Su tronco abarca tal superficie que se necesitarían unas siete personas para abrazarlo. En la parte superior del mismo existe un gran orificio, originado por un rayo mucho tiempo atrás. Parece mentira; cómo un árbol con esa herida pueda sobrevivir con tanto esplendor a lo largo de los años.

La niña; menuda y frágil, mata su tiempo disfrutando de la naturaleza. Vive con su abuela en una antigua casa de piedra. Reciben dos veces por semana los cuidados de una asistenta social que realiza funciones de empleada de hogar y auxiliar de enfermería, siendo subvencionada por la diputación coruñesa. En ocasiones; su finca se llena de turistas, ansiosos de fotografiarse con el portentoso hijo de la naturaleza. Al observar a una niña invidente; sentada al estilo yoga y con la espalda apoyada en el gran tronco del árbol, se sorprendían. Ella acostumbrada, solía decirles con mucho descaro:

            “¡Hola a todos! Me llamo Clara; soy ciega, tengo catorce años. Este gran árbol que observan, es el roble de San Antonio. Según se ha ido transmitiendo de boca en boca a través de los siglos, parece ser que es el último de los árboles del antiguo bosque sagrado que existió por estos lares. Por lo tanto puedo decir, que es un roble sagrado. Tiene más de setecientos años, aunque unos científicos estudiosos de la naturaleza digan que no tiene más de doscientos. Mi abuela no se equivoca. Le relataron ésta historia de pequeña igual que ha hecho ella conmigo.  Este roble ha sido testigo de cruentas luchas entre los ejércitos de los caballeros feudales y los campesinos de las revueltas Irmandiñas en la edad media. En el siglo diecinueve un rayo casi lo destruye. Los vecinos del la aldea con muy buen hacer formaron una cadena y a base de cubos de agua lograron apagar el incendio que se había originado. A pesar de todo, logró sobrevivir.

Son muchas las historias que puedo relatarles al módico precio de dos euros por persona. Una vez que comienzo mi relato no acepto interrupciones de ningún tipo. ”

            Sorprendidos y algo contrariados, los visitantes se miraban unos a otros como preguntándose qué hacer. Al cabo de unos instantes depositaban el dinero de rigor en una taza de porcelana que la niña sujetaba en las manos. Si alguno de los presentes se escaqueaba de la propina, Clara se lo hacía saber, comenzando su relato cuando todos y cada uno cumplía con el pago:

            “Gracias por su aportación. Si no fuera por todos ustedes mi abuela y yo nos moriríamos de hambre. Gracias al roble de San Antonio yo nací con un pan debajo del brazo. Se le llama de ésta manera desde hace cientos de años, en honor a Fray Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo durante buena parte del siglo dieciséis. El obispo, antiguo inquisidor, ordenó talar todos los robles del bosque, menos éste, por considerar que en ellos se realizaban reuniones paganas invocando al innombrable. De sus ramas, colgaban unas enormes jaulas que exhibían humanos malhechores. Los viajeros, contemplaban horrorizados los gritos de los condenados y a duras penas continuaban su camino, prevenidos de que eran unos endemoniados. Fray Antonio de Guevara, arrepentido de sus pecados, ordenó su incineración antes de morir. Se esparcieron sus cenizas alrededor de la base del tronco del árbol. Nadie entendió nunca por qué tanto aprecio a ese roble por su parte. Desde entonces pasó a ser el roble de San Antonio y lugar de culto para creyentes convencidos de que el inquisidor fue un santo.

A principios del siglo veinte nadie se acordaba del roble, creciendo éste a sus anchas libre de las garras del ser humano. Curiosamente, continuaba siendo el único árbol en lo alto de la montaña. Una vez fue lugar de paredón en la guerra civil española, donde las tropas nacionalistas de la época fusilaron a mi tatarabuelo y otros colaboradores del bando rojo. Si se fijan bien, en el tronco pueden observar pequeñas muescas, producidas por los disparos. Varias balas se alojan en su interior desde entonces.”

            Muchos de los presentes estaban sentados en el campo. Escuchaban con interés sin mediar palabra. Clara; incansable, no cejaba en el empeño de transmitirles todos sus conocimientos, adquiridos mediante las clases particulares impartidas por el párroco del pueblo. Lo que más le impactaba eran las historias de su abuela y la lectura de los libros que le leía la asistenta social.

La abuela de Clara; sentada en una mecedora y calentándose a la vera de una “Lareira”, calcetaba sin parar ropa de lana, para así venderla a los improvisados invitados que asolaban el lugar. Miraba de vez en cuando por la ventana y veía a la niña sentada con unas cuantas personas a su alrededor. Se sentía orgullosa. No se arrepentía para nada de haberse hecho cargo de ella, sobretodo, desde que sus padres emigraron a Argentina. El padre de Clara, periodista argentino, se había casado con su hija. Dos años después se la llevó para su país, dejándole a una niña ciega de dos años. La niña, a pesar de ser ciega, ayuda a su abuela en todo lo que puede.

Incombustible durante horas, si la dejasen, Clara se pasaría el día repitiendo las mismas historias sobre el árbol. Y en ello estaba antes de despedirse de los turistas:

“Tengan ustedes por seguro que si desean tocar la historia con sus propias manos tan solo tienen que acariciar el tronco del roble de San Antonio. Al hacerlo, curarán los males del espíritu. Sólo puede tocarse durante el día, por la noche sería peligroso. Es un árbol mágico. Les aseguro que en las noches de luna llena pueden oírse cánticos hermosos, pueden verse pequeñas lucecitas de colores revolotear a su alrededor. Soy ciega pero las veo. Ahora se acerca el frío y la oscuridad, por lo tanto les aconsejo que vuelvan a sus casas, el ocaso ya está aquí.”

Al momento de terminar sus palabras, la niña se puso en pié. Silenciosa, decidida, erguida y sin vacilación, caminando de manera apresurada se dirigió a casa de su abuela.

Sentados en el campo parecían petrificados mirando fijamente al gran roble. Las palabras de Clara habían calado hondo en estos personajes. Ensimismados en pensamientos, los tres muchachos apenas se enteraban de que iba oscureciendo poco a poco. Era la cuarta vez que escuchaban los relatos de la tierna niña ciega. Conscientes de que sus padres los castigarían duramente si se enterasen dónde habían estado, se pusieron en pié. Mirándose unos a otros dirigieron sus pasos hacia el tronco. Lo tocaron; cada uno en una parte, apoyaron ambas manos y acercaron sus cabezas cómo si quisiesen escuchar en su interior. De repente; uno de ellos intentó decir algo, vocalizaba sin sonido, nervioso. Intentó apartarse, sin éxito. A los demás les ocurrió lo mismo, eran incapaces de despegar sus manos del tronco del roble sagrado. Sin esperarlo; una gran fuerza invisible los despegó bruscamente, cayendo de espaldas en el campo. Se levantaron agitados; intentando decir algo, pero ningún sonido salía por sus bocas. Nunca tan rápido habían corrido en su vida. Clara y María observaban por la ventana a los chicos correr. Sentadas una frente a otra y tapadas con una manta, se miraban de vez en cuando con signos de complicidad. Los jóvenes; al llegar a sus casas, no pudieron explicar lo ocurrido y sus voces no llegaron jamás a recuperarlas. Sus familias se hartaron de médicos y de explicaciones banales. Visitaron la casa de María para preguntarle, pero ella no les quiso ni atender. Abandonaron el pueblo las tres familias, convencidas de que sus hijos habían sufrido algún tipo de encantamiento, según cuenta la gente del lugar.

Clara y su abuela; ajenas a comentarios, se aislaban del mundo en su pequeña montaña, antiguo bosque sagrado de una tribu celta de Gallaecia. Todos los días a medianoche, María le relataba a la niña como las sílfides salían del agujero del tronco del roble de San Antonio. Las conocía por su nombre y en cuanto divisaba alguna conocida se lo hacía saber. Los elfos escalaban torpemente el precipicio que les unía con el suelo. Las hadas; más luminosas que las demás, realizaban círculos acrobáticos deteniéndose en el aire. Para luego apoyarse en una rama, acostarse en una hoja y dormir plácidamente. Dos enanos con vestimentas rojas y gorro con cascabel saltaron al césped. Una bruja sentada en una silla de playa, apoyaba su espalda al tronco del roble, mientras orinaba sobre el terreno. De las ramas del roble de San Antonio cuelgan miles de lucecitas por las noches. La gente menuda que grita, llora y ríe. Se escucha una deliciosa música, unos cánticos de extrema belleza entonados por las hadas.

Cada noche antes de acostarse, Clara abre su ventana y habla a los seres mágicos. Les recita poemas recién inventados. Les promete que no se acercará a ellos, tal y como manda la tradición. Deberá hacerlo la noche de solsticio de verano. La misma noche de su nacimiento. La misma noche del ritual en el cual fue plantado el árbol sagrado. La misma noche en la cual hace más de setecientos años, nacía en las manos de un druida, una antepasado. Tanto ella, como su abuela María, estaban deseando que llegase esa noche. Por qué en ella era el único momento del año en cual podía ver todo el colorido mundo de su alrededor. Milagrosamente; los habitantes del roble con su magia, devuelven la vista a Clara por una noche, a cambio de que ella y su abuela guarden su secreto para siempre.

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